A las 8 en el Averno | Llueve en Malasaña

Antes, cuando pasábamos el brazo por los hombros del tiempo en lugar de huir de él en cada esquina, cuando el monstruo del futuro estaba lejos y nunca vendría, cuando eramos presencias y no solo nombres en una lista de contactos. Antes, cuando todo era distinto, cuando nada era imposible.

Os recuerdo en la barra de aquel bar: apenas nos escuchábamos, pero daba igual, porque allí estaban Rosendo, Los Suaves o Los Ramones lanzando al viento nuestros pensamientos en ráfagas de tres minutos. Hermanos de sangre unidos por un estribillo, con esa vieja camiseta de Neil Young, The Pogues o La Polla como uniforme de guerra. Nunca nos rendiríamos, la eternidad se escondía en los surcos de un disco de Lou Reed, en la sonrisa furtiva de aquella chica con la que cruzábamos la mirada en el metro o en una cuerda rota de guitarra. Raptamos el presente y no hicimos prisioneros.

Tarde-noche-madrugada, pelo largo, horas cortas, esperando siempre al próximo autobús y después, al siguiente: “La última y nos vamos”, aunque, en realidad, nunca nos fuéramos, pues vivíamos en la música que sonaba en La Vía Láctea, Nuevavisión (Borrachos y Dinamiteros) el Penta, Jaque Mate, con sus punks de guardia o Madera 42, con su mesa de billar rodeada de pósters de los Doors y el ronco espíritu de Lemmy empapando cada mini de cerveza. Al salir a la calle, tras la lluvia, veías un arco iris en medio de la noche de Madrid que, si te fijabas bien, escondía detrás la sonrisa de Pepe Risi.

Y aún hoy, cuando la ciudad ya no es más que un inmenso bazar de sueños pendientes y nuestras vidas abren y cierran con horario de oficina, seguís allí, discutiendo sobre Beatles, Rolling y conciertos en Jácara o en el Canci, sosteniendo entre las manos una Telecaster imaginaria con mil corazones latiendo al ritmo de la batería de John Bonham. En el Averno, siempre a las ocho de la tarde, de cualquier tarde.

Mis amigos, presentes y ausentes.

Miguel Ángel Hernández

Miguel Ángel Hernández