Memorias del Subsuelo | Un escritor sin imaginación
Paul no tiene imaginación. Acaba de comprar una casa en Brooklyn, Nueva York. Tiene 28 años. Ha vivido en París, como Hemingway, buscando la inspiración en la capital cultural del mundo, pero no ha habido suerte. Europa, después de la Segunda Guerra Mundial, ya no es lo que era y no tiene nada que ofrecer a un escritor americano. Llegado el momento, decidió volver a casa y, como casi no tenía dinero, tuvo que comprar un piso en un barrio deprimido de la gran manzana. Con el tiempo, será uno de los lugares más exclusivos de la ciudad, pero Paul en 1975 lo desconoce por completo.
Lleva sin escribir algún tiempo y ha abandonado la idea de ser escritor. Es verdad que se sienta frente a su máquina de escribir y redacta ensayos y reseñas para revistas literarias de poca monta, pero eso no es ser escritor. Ha estudiado lengua y literatura inglesa en la Universidad de Columbia, pero nunca fue un estudiante destacado.
Es una tarde de primavera y Paul pasea por las calles de su nuevo barrio. Pululan los negros, los latinos, los judíos, los italianos: todo el crisol de culturas que configuran el subsuelo de Estados Unidos. Hace una tarde deliciosa y va pensando en todo y en nada mientras los pasos van sonando sobre la acera. Es un hombre atractivo. Algunas mujeres le lanzan miradas mientras pasa por su lado distraído, pero Paul no presta atención porque está absorto en sus pensamientos. Sus penetrantes ojos azules, su delgada figura, su cigarrillo sempiterno, su sombra sobre el asfalto. No tiene demasiado tiempo para participar en la fiesta del mundo, sumido en sí mismo, se siente triste y feliz a la vez.
El primer sueño de Paul era el de convertirse en director de cine. Los directores representaban para él una mezcla perfecta entre el intelectual y la estrella: siempre rodeados de actrices preciosas, de público, de glamur. Pero Paul era demasiado tímido para eso. Además, no le gusta trabajar con gente, prefiere la soledad del cigarrillo, la radio, los libros y el papel en blanco. Sólo así puede expresarse con destreza. El mundo exterior hace mella en su ánimo y no puede soportarlo por demasiado tiempo. Piensa que quizá debería haber aprendido a tocar un instrumento y haber formado parte de una banda de rock, pero al cabo de unos pasos llega a la conclusión de que le hubiese pasado lo mismo. Escribir era la única manera que tenía de volcar su sensibilidad y, por encima de todo, lo que más le gustaba era leer: ese diálogo íntimo que se establece entre el escritor y el lector, que supera la barrera del tiempo, la cultura y las circunstancias.
A mitad del paseo, intenta encenderse otro cigarrillo, pero el encendedor parece haberse quedado sin gas. Decide volver a casa. Tiene unos veinte minutos hasta llegar a su portal. No tiene nada en la nevera. Piensa en ir a comprar algunos víveres, pero se siente tan cansado por la embriaguez de su pensamiento que no tiene fuerzas para hacer la compra. Decide que esa noche no va a comer, ni siquiera un sándwich en el bar de debajo de su apartamento. No tiene hambre, no tiene sueño. Solo quiere fumar y leer.
Al llegar a casa, toma un libro y se sienta sobre el sofá. En el apartamento hay muy pocos muebles, pero él solo no necesita más. Acto seguido, vuelve a levantarse en busca del mechero. Encuentra uno en el armario de la cocina, pero tampoco funciona. No recordaba por qué motivo lo había guardado si en realidad estaba gastado. Comienza a desesperarse. Suena el teléfono. Es Anthony. Le dice que si le apetece salir a cenar. En contra de sus planes, contesta que sí. Preferiría quedarse en casa, pero no tiene fuego.
Se encuentran en la esquina, a dos manzanas del apartamento de Paul. Anthony está fumando y, en cuanto se ven, antes de saludarse, le pide fuego. Ambos se quedan en silencio observando los coches atravesar el cruce. “No vas a creer lo que me ha pasado”.
Anthony Hoffman quería ser pintor. Había estudiado en Londres con una beca, pero pronto se cansó de la vida académica y estuvo haciendo el vagabundo por toda Europa. Viajaba con un cuaderno de dibujos y lápices. Vendía bien sus caricaturas, pero aquello no le interesaba. Ambos se habían conocido durante los años de universidad, los dos frecuentaban los mismos ambientes intelectuales y a los dos les daba el mismo asco todo aquello. Se cayeron bien desde el principio y, aunque casi no se veían, guardaban una buena amistad. Paul consideraba que Anthony estaba un poco más loco que él.
Entran en la hamburguesería y piden lo de siempre. Mientras la camarera, una hispana llamada Marta, trae los platos, Anthony empieza a contar su historia. Está visiblemente nervioso y le tiemblan las manos. Paul no entendía cómo teniendo ese pulso, podía ser tan buen pintor, pero no pregunta. Se deja llevar por la historia de su colega artista.
-Verás, me sucedió hace dos días, pero esta historia se remonta unos seis meses atrás en el tiempo. Yo estaba en Roma, viviendo en casa de unos tipos. Deberías haberlos visto, eran gente asquerosa, Paul. Personas sin futuro ni pasado, sin presente. ¿Me sigues?
-Claro que te sigo, continúa.
-El caso es que pasé con ellos unas dos semanas. No hacíamos gran cosa y, aunque se llamaban a sí mismos poetas, artistas contraculturales, nunca los vi escribir una sola línea. Lo único que hacían era drogarse todos los días a todas horas. Yo estaba en medio de todo eso como en un sueño y los dejaba a su aire. Pensaba en cuál sería mi próximo paso, cada vez tenía más claro que en Europa no había futuro para los artistas como yo.
-Yo pensé lo mismo.
-Escucha, que ahora viene lo mejor. Después de pasar allí demasiados días, cogí mi mochila y me largué. En el aeropuerto, mientras cruzaba la aduana, los tipos de la seguridad registraban al azar a quienes pasaban al otro lado. Yo pensaba en la gente que transportaba droga de un país a otro, en cómo se debían sentir minutos antes de cruzar el umbral, de si ponían cara de póquer, en cómo fingían la naturalidad que sentía yo, sabiendo que no transportaba nada raro y que llegaría a casa feliz. ¿Entiendes o no?
-Sí que te entiendo, continúa.
-El tipo de seguridad decidió que yo podía ser un posible candidato de traficar algo en el avión. Dejé mi mochila, vacié mis bolsillos, y atravesé el control de metales. Pero el segurata me detuvo y me pidió que me sentara. Comenzó a registrarme. Yo obedecía como un ciudadano cualquiera. Me vació de nuevo los bolsillos, pero solo encontró un pañuelo que no había depositado en la bandeja. Estaba tranquilo y al cabo de un rato, dejó que recogiera mis cosas. Total, cogí la maleta, me metí en el avión y volé a casa.
-No entiendo a dónde quieres llegar, Anthony.
-Me sorprende que quieras ser escritor, tío. Espera a que termine la historia. Mira, alquilé un apartamento y dejé mi mochila por ahí tirada. No tenía muchas cosas y empecé a rehacer mi vida de nuevo. El dinero nunca fue un problema para mi familia y la verdad es que me sobraba. Me compré ropa, me corté el pelo, quería volver sobre mis pasos, recalcular de nuevo la ruta de mi vida. ¿Me sigues? El caso es que nunca abrí la mochila que traje conmigo. No lo necesitaba, solo tenía ropa sucia. ¿Me entiendes o no?
-Sí, Anthony, maldita sea.
-Pero hace dos días estaba bastante aburrido. Recordé que durante el viaje había comprado una versión en inglés de La Divina Comedia que nunca empecé. Por haberla adquirido en Roma, pensé que sería una obra especial para mí. Esa tarde no tenía nada que hacer y busqué el libro dentro de la mochila. ¿Adivinas lo que encontré ahí dentro?
-¿La Divina Comedia?
-Encontré medio quilo de cocaína, o por lo menos, una cantidad muy considerable.
-¿Cómo es eso posible?
-No lo sé. Aquellos tipos debieron de meterlo allí porque sabían que yo no lo iba a utilizar, supongo que esperaban que me quedara más tiempo, no lo sé. Tampoco les llamé para preguntárselo. Seguro que se quedaron a cuadros cuando vieron lo que había pasado. Pero lo importante no son esos tipos. Lo fundamental es que yo había atravesado el control de la aduana con medio quilo de cocaína, me habían registrado, y no lo habían encontrado. El tráfico de drogas es una cosa seria, tío. Si me llegan a encontrar con eso, hubiera sido mi perdición: la cárcel o algo peor. No sabía si estar contento o sentir miedo. Era como si el mundo me dijera algo, pero no entendía el qué.
-Te libraste de una buena, Anthony. Era tu día de suerte y no lo sabías.
-Ahí pienso que está la clave, Paul: yo no lo sabía y por eso me salvé.
La cena se había terminado. Con las hamburguesas a medio comer, encienden sendos cigarrillos y comienzan a hablar de otras cosas. Ambos se sienten cansados y quieren irse a casa, en otra ocasión podrían tomar esas copas que hoy se quedaban pendientes.
Salen del restaurante y caminan por la acera. Paul le dice a Anthony que quiere buscar algún lugar donde comprar un mechero. Anthony le da el que lleva en el bolsillo, tiene mecheros en su apartamento. Prometen verse el fin de semana próximo. Se dicen adiós.
Una vez en casa, Paul se sienta delante del escritorio. La máquina de escribir permanece callada con su hoja de papel intacta, inmaculada. Corre una brisa fresca y hace una noche agradable. Piensa en la suerte de Anthony, en qué hubiera pasado si la policía de aquel país le hubiera encontrado la droga. Su pensamiento se desboca. Un segundo después de encender el cigarrillo con el mechero prestado, sus dedos teclean rápido.
Paul es un escritor sin imaginación, por eso le encantaba la literatura española y su novela preferida era El Quijote. La realidad era para él más fascinante que la fantasía, así que se dedicó a contar una posible versión del trance de Anthony. Cambió el nombre, el país y la suerte. Pasó semanas escribiendo el manuscrito y, una vez terminado, descubrió que era buen prosista. La historia caminaba, era buena, eléctrica.
No dejó de escribir jamás. Unos años después de aquel encuentro consiguió publicar su primera novela con el pseudónimo de Paul Benjamin. No funcionó, pero le sirvió para seguir publicando. Décadas más tarde se convertiría en uno de los novelistas más importantes de finales del siglo XX y del siglo siguiente. Se hizo rico, se casó un par de veces, continuó fumando y el cáncer no consiguió darle caza. Nunca más volvió a encontrarse con Anthony. Aquella historia acabó perdiéndose y nunca fue publicada.
A veces Paul le gusta mirar por la ventana de su viejo apartamento de Brooklyn, hoy, uno de los barrios más exclusivos de Nueva York. La gente lo conoce de toda la vida. Después de todo lo vivido, de todo lo escrito, de saberse inmortal como novelista, piensa, en el otoño de su vida, en cómo empezó todo. Y recuerda a Anthony en aquella hamburguesería que ya no existe, explicándole su historia. Nunca más supo algo de él.
Después de todo, para ser un escritor sin imaginación, no le había ido nada mal. Apaga el cigarrillo, bebe un vaso de agua y se acuesta en la cama con su mujer Siri. Sobre la mesita de noche, hay una revista cultural con su foto en la portada. El título del artículo:
“Paul Auster, un escritor sin imaginación”