Matt Elliott & Sacromonte (Sala Clamores, Madrid)
Miercoles 26 de Abril a las 21:30h
El concierto en la mítica Sala Clamores que lleva abierta 35 años empezó con el telonero Sacromonte, un músico español que venía de Alemania, para ofrecernos una música especial de piezas collages y ritmos minimalistas, en la onda del español que emigró de Piano Magic para hacer música como Árbol. Canciones donde mezcló cantos populares en los que se oía ‘Madre, te entrego mi alma’, mezclado con otras voces en un despiece, en plan Cabaret Voltaire, de artilugios que tenía sobre una mesita. Lo primero que hizo Sacromonte fue pasar el arco de un violín por las cuerdas de una guitarra, cosa que no se volvió a repetir, se sentó a puntear el instrumento y a crear sonidos paisajísticos.
Gemidos dulces como voz cantante y apenas se le veía el rostro a Sacromonte por la penumbra, roja y azulada bajo la luz de neón de la sala. Las canciones iban unidas con samples, sonaba algo como una aguja trabada en un tocadiscos de madera, dejaba sus cantos y los acordes grabados sobre los que iba trabajando en directo, manipulando efectos de sonidos graves en plan industrial lo-fi.
Los pájaros, un elemento importante en la música del concierto de Sacromonte, pájaros en la ciudad o en una montaña sagrada, está por ver. Tocó un difuminado ¡Hallelujah! del fallecido el año pasado, en un 7 de Noviembre, Leonard Cohen, versión onírica y onomatopéyica de una de las canciones más versionadas de la música; Sacromonte, siempre sin mediar palabra como un eremita montañés, dejaba un trasfondo de aves urbanitas, hasta que cambió el landscape, por unas campanas lejanas, para luego desaparecer del escenario con alguna leve palabra.
A Matt Elliott me lo crucé en el baño y era más alto que el cura de Polstergeist II, vestido de negro hasta los tobillos, contó el protocolo de salutaciones del concierto de forma supersónica para empezar con un tema de proporciones épicas de más de un cuarto de hora. Me habían hablado de Matt Elliott como un músico espectacular, tenía mis reticencias a que podía ser un poco cansautor ebrio loser, y por fin pude apreciar su tan merecida fama, en una misma canción ‘The Right To Cry’ se había convertido en negro, en partisano, y en profeta gospel, empecé a desorientarme si había cantado varias canciones pero se trataba todo el rato de la misma, vientos del desierto, caballos galopantes, todo esto y más, dentro de un solo tema, en el que me sorprendí una vez más hasta a donde ha llegado la música con un hombre solo, Elliott que sólo llevaba una guitarra acústica y una flauta, dio un concierto como si le acompañara un coro gospel, una orquesta neofolk y multitud de guitarristas, todo esto debido a pedaleras y efectos, por eso decía lo de los avances técnicos, loops con varias voces mesiánicas a lo Michael Gira en The Angels Of Light que dejaba en bucle para luego avanzar sobre voces dulces con las que cantar tranquilo.
Cantos, rasgueos… aquí la fácil comparación con Jeff Buckley no es posible, pero sí nos podía recordar en los momentos en el que el malogrado Buckley desbarraba, también me acordé de Scott Walker en su época de la 4AD, con sus largos temas de surrealismo barroco siniestro. La palabra again (hablo de la misma canción que duró 20 minutos), se usó más que en ‘A Forest’ de The Cure. La siguiente canción, de duración más standard ‘Zugzwang’, canción con nombre de jugada obligatoria en el ajedrez, del disco “Only Myocardial Infarction Can Break Your Heart” , canción de sueños rotos, reinas perdidas y ángeles. Elliott también utilizaba silbidos tapándose una oreja, que con el efecto looping pues ya era un instrumento más. Cualquier sonido se grababa y se reproducía en estas máquinas infernales.
Tras el babel sonoro, se quedaba con la guitarra sola rasgueando en seco y cortando el aire para empatar con una de las más desgarradoras canciones de amor jamás escritas, como es el conjuro de ‘I Put A Spell On You’, una canción inmejorable pero que con el filtro de Elliott ponía la carne de gallina y cobraba una desconocida dimensión, el corazón guardado en el bolsillo izquierdo.
Elliott gastó algunas bromas en sus intermedios mientras afinaba la guitarra a la que hizo sangrar las seis cuerdas y tenía que afinar a cada rato, voy afinando mientras llega la gente del baño, decía, y en eso que pasó un tipo delante del escenario sonriendo, que venía del baño.
En este tercer bloque imaginario del concierto, pues cuando han pasado canciones de 20 minutos parece que algo ha cambiado dentro y fuera del escenario; me acordé del cantautor Paco Ibáñez, y de los cantautores sudamericanos de los años 60 y 70, músicos que tenían un mundo aparte y estaban conectados con otra realidad, la indígena, que nada tenía que ver con la mentalidad y la música de cantautores europeos.
Cantos letárgicos, el misterio de las voces en bucle con gritos indígenas que se repetían, detrás de Elliott había un piano tapado con cuero negro que por desgracia no se tocó, los sonidos pregrabados tienen siempre una duración limitada, así que Elliott iba incorporando continuamente, voces y efectos nuevos. Y así es que cantos y gritos de guerra se metían en una doble hélice que en momentos de mucha expansión sonora parecía un disco satánico al revés, con finales cuasireligiosos abrumadores.
Tras otra canción colosal, vuelta a afinar, e invitación a hacer pipí o a fumar por parte de Elliott que pedía disculpas, pero la verdad es que apenas tardaba en afinar, y continuó con ‘The Calm Before’, una gema pacífica que podía haber firmado King Crimson en 1970 y que duró más de un cuarto de hora, en un concierto que superó la hora y media, el tema que hablaba de tormentas, monstruos y fantasmas con dolor de cabeza empezó con un aire flamenco, ¿Y si Paco de Lucía hubiera utilizado todos estos efectos los hubiera apreciado?, ¿Qué habría pasado?. La guitarra acústica hacía amagos de eléctrica, y Elliott que punteaba hasta con la flauta. Cantos andalusís, catarsis… hubiera sido fantástico que la máquina del humo, hubiera soltado gases mefíticos como en el Oráculo de Delfos.
Del mismo disco ‘The Calm Before’ sonó “The Feast of St. Stephen”, una canción brutalmente lacrimógena que podía haber firmado Haneke. Y que terminó con distorsión en vez de con instrumentos de cuerda como en la original. El sampleo que hizo de flautas hizo que al juntarse varias melodías de flauta, de las dos que utilizó, tuvieran la energía de un vals, luego fue alejando el sonido, de belleza.
Tocó una última versión, ‘Bang Bang’ de Nancy Sinatra, canción que reinmortalizó Tarantino en Kill Bill Vol. I, y que como la de Screamin’ Jay Hawkins, es otra canción de amor mortífera y de una belleza letal, silbidos, rasgueos trepidantes, caballos galopando con una pata herida, para una recreación emocionante que llegaba al estómago. The Thrill Is Back.
Sebensuí A. Sánchez
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