De aquel mayo francés… y todo lo que trajo consigo
Al oír hablar del año 1968, se nos vienen a la cabeza muchas cosas: la Guerra de Vietnam estaba en pleno auge, la Primavera de Praga fue atajada, Luther King fue asesinado… y las revueltas de París. Un año convulso, de cambios, de ver venir lo que más tarde llegaría. Durante esos años se forjaba el movimiento juvenil; los jóvenes eran la contracultura, pedían ser tenidos en cuenta, llenaban las universidades y las calles con sus protestas. En la capital francesa, de la unión de la comunidad estudiantil con la clase obrera nacería una de las pocas revueltas que afectaría a prácticamente el mundo entero. París se echó a la calle, hubo “palos”, y así tuvo lugar uno de los episodios más románticos de las últimas décadas, una marca en la cultura popular, que se extendería a la literatura, el cine y, lo que nos ocupa, la música.
Un año y tres meses después, en el condado de Ulster del estado de Nueva York, unas 400.000 personas, bastantes más de las 200.000 esperadas inicialmente, colapsaban la carretera que conducía al pueblo de Woodstock. En el documental dirigido por Michael Wadleigh, y que se convertiría en la “biblia” para todo el que quiere profundizar sobre el tema, las imágenes de la carretera con coches por todas partes, a ambos lados del carril, atravesados, con los dueños de las Volkswagen tumbados al sol sobre los techos, son realmente impresionantes. La mayoría, jóvenes venidos de todas partes, hijos de la contracultura (esa que habían empezado los protagonistas de mayo del 68) estadounidense; “inadaptados”, como se autodenomina uno de los que aparecen en el documental. Un padre cuenta en el documental que tiene a uno de sus hijos allí, y a otro en la Guerra de Vietnam. Porque mientras se celebraban tres días de paz y música, sin ningún disturbio, en los que los jóvenes asistentes colaboraban con los habitantes del pueblo, al otro lado del mundo jóvenes de la misma edad y del mismo país, luchaban por una causa que difícilmente era suya.
La fuerte identificación que se produjo con Vietnam era fruto, más que del hecho de que era una guerra, del ansia de libertad que reinaba en el mundo, especialmente entre los jóvenes. Se les empezaba a tener en cuenta, y una causa como Vietnam era propicia para unirse y posicionarse en un mundo dividido en dos bloques. Y esa generación utilizó el mayor arma que tenía en ese momento: la música. El festival de Woodstock fue una cita con la música, ante todo, pero las pancartas contra la guerra de Vietnam y contra Nixon se sucedían al mismo ritmo que las actuaciones de los Who o de Jimmy Hendrix. “¡Cuánta gente!” dice una Janis Joplin sorprendida a su llegada en helicóptero (tal era la afluencia que tenían que sobrevolar el territorio para dejar a los músicos sobre el escenario).
Es innegable la influencia que aquel episodio de mayo del 68 tuvo en la música. Las canciones protesta son el ejemplo más claro de ello, pero también, de forma menos evidente, los festivales masivos que se celebraron bajo el influjo de esa corriente que habían inaugurado los manifestantes parisinos. Ese ideal de pacifismo, pero de un pacifismo que protesta, que se revuelve contra injusticias como la de Vietnam a través de la cultura, imperó durante la celebración del famoso festival; no en vano, los protagonistas del mayo francés eran fundamentalmente estudiantes e intelectuales, con el apoyo inestimable de la clase obrera.
Woodstock constituiría más adelante la consolidación del ideal hippie, algo por lo que los nostálgicos suspiran; seamos sinceros, una aglomeración de jóvenes de tal magnitud sin ningún altercado y con pocas quejas por parte de la población local es, hoy en día, una utopía.
Ese mismo año, su “hermano” europeo, el Isle of Wight Festival, repetiría la fórmula, aunque no se oiga hablar tanto de él. En esa Europa en la que los jóvenes empezaban a alzar sus voces, Bob Dylan era el “profeta” de toda una generación, y como tal se erigió en la estrella de la edición de 1969 del festival europeo, con sus canciones folk que siempre podremos trasladar a nuestros días.
Junto a él, el gran Joe Cocker, The Band, o unos todavía jóvenes Who ponían voz a canciones que trataban temas en los que la juventud de la época se veía reflejada. Podríamos decir que fue un festival quizá más alejado del movimiento hippie, y más centrado en la protesta.
Curiosamente, la edición del Isle of Wight Festival de 1970 es la más recordada, pero por la aglomeración y los problemas que acarreó. Miles de personas (frente a las 300 000 del 69) se colaron para ver la mítica actuación de los Doors, con el consiguiente éxtasis de Morrison, a Jimi Hendrix, a Joan Baez, a Supertramp, Miles Davis, de nuevo a los Who, a Leonard Cohen… Un cartel de lujo, diríamos hoy. Sin embargo, los habitantes de la isla sí sufrieron en esta ocasión las consecuencias de tanto joven afectado por la música y alcoholizado; una suerte de “efecto Morrison”.
El panorama musical ya comenzaba a ser diferente, quizá por el cambio de década: los Beatles ya estaban cerca de su ocaso, Jim Morrison triunfaba con los Doors mientras se llevaba a sí mismo a “The end” y los Rolling Stones estaban a punto de sacar Sticky fingers; un panorama variado y rico, que ya tenemos más cercano que aquel Woodstock del 69.
Años más tarde, irían desapareciendo Hendrix, Joplin, Morrison, Lennon, se harían nuevos festivales… Kurt Cobain pondría voz a una generación a caballo entre los 80 y los 90, a una brecha generacional de la que nacería el grunge. Pero ahí quedan para la memoria los miles y miles de jóvenes, y no tan jóvenes, que recorrieron kilómetros para ver a los ídolos de una generación que provoca nostalgia, y para sentirse parte de algo más grande que ellos.
El mayo francés no fue causa directa de los movimientos juveniles, de las protestas ni de los festivales de la época, pero sí de esas ganas de libertad que se respiraban, esas voces que se alzaban, y a las que los músicos se sumaron.
Alaia Rotaeche @aL_rc
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