Jeff Buckley – Ahogado por el blues en el Misisipi
“La música debería ser como hacer el amor, a veces lo deseas suave y tierno, otras veces duro y agresivo”
En la historia de la música popular urbana, hay artistas que son reconocidos por diversas razones. Unos por su comportamiento fuera y dentro del escenario, otros por sus pensamientos o inquietudes políticas y, por supuesto, su música. Dentro del historial de músicos que cumplen este segundo perfil siempre hay alguno que se ignora, que se olvida, premeditadamente o no, y que a pesar de haber marcado un antes y un después sigue esperando el reconocimiento del público o de su gremio. Ese es el caso de Jeff Buckley.
Una muerte por sobredosis de drogas o alcohol hubiese adherido sin ninguna duda a la figura de Jeff esa condición de rock-star para el gran público. Pero no fue así. El río Wolf cometería el musicidio, arrebatándonos una de las pocas (auténticas) estrellas que poblaban el panorama musical de los noventa. Los diamantes que brillan con luz propia; aquellos que transmiten sensaciones y estados de ánimo que el resto, por mucho que lo intenten y se esfuercen durante toda una vida, jamás consiguen. Seguramente le faltó una mayor notoriedad o difusión para ascender con su fallecimiento a la categoría de mito.
Jeff Buckley ya no está entre nosotros, pero ha dejado algo que perdura y no caduca. No importa que solo editara un álbum de estudio en vida, Grace (1994), pues en él nos descubre su esencia como músico y la heterogeneidad de sus raíces sonoras, que se mueven desde el rock más clásico, la psicodelia, pasando por el jazz y el blues hasta desembocar en la música folk americana y el góspel.
Desde la adolescencia, Jeff siempre se había sentido atraído por la música, con especial predilección por el rock progresivo de los setenta. Con su primera guitarra eléctrica que recibió por Navidades aprendería a tocar los primeros acordes. Después de un breve paso como miembro del grupo de jazz del instituto, acabaría formando su propia banda de rock en 1982 y se matricularía en el prestigioso Guitar Institute Of Tecnology de Los Ángeles dos años más tarde.
Hablar de Jeff Buckley es hablar de un cantautor californiano de nacimiento pero adoptado musicalmente en los clubs vanguardistas de Nueva York, que en sus inicios no tuvo la efervescencia que merecía. Habría que esperar unos añitos para que se le diera la importancia que tenía y se considerara que su música era exportable.
En su etapa neoyorkina sería invitado a un concierto tributo a su padre. Interpretaría dos de sus temas, “I never asked to be your mountain” y “Once I was”, lo que le sirvió de puente para conocer y entablar amistad con el guitarrista Gary Lucas y posteriormente enrolarse en su grupo, “Gods & Monsters” a comienzos de la década de los noventa.
A pesar de ser hijo de Tim Buckley, reconocido músico de los setenta, Jeff se crió prácticamente sin tener ningún tipo de contacto con él. Lo conoció con 8 años, cuando su madre lo llevó a presenciar uno de sus shows, sin embargo, al poco tiempo de aquello fallecería por sobredosis de heroína. Su madre, pianista de música clásica, y su padrastro, fueron quienes le hicieron crecer en un ambiente muy cercano a la música. The Who, Jimi Hendrix o Led Zeppelin como banda sonora de su infancia y adolescencia. Jeff compartía con su progenitor un talento innato para tocar la guitarra. Él lo sabía, y hasta cierto punto, le fastidiaba.
Tras su paso por “Gods & Monsters”, Buckley decidiría apostar por seguir su carrera en solitario, no sin ya tener una serie de temas en ciernes como “Mojo pin” o “Grace” y que formarían parte de su futuro disco. Comenzaría a tocar en el Café Sin-é de Greenwich Village y no extraña a nadie que su voz y talento fueran llamando la atención y llenando la estancia del establecimiento durante sus shows. Actuaciones “al desnudo”, solamente con voz y guitarra, eran sus armas para enfrentarse al aburrimiento del público.
Esos directos con sello propio no pasarían desapercibidos para Columbia Records, con la que firmaría su primer contrato discográfico. Los directivos de la discográfica americana quedarían prendados tras asistir a varios shows en diferentes clubs de conciertos de la zona.
En los siguientes años, su carrera tuvo un impulso ascendente, que culminó en 1994 con la grabación de su primer álbum de estudio, Grace. Es el único LP completo grabado por Buckley, pero le bastó para ser uno de los mejores cantantes de su generación. El disco contiene piezas impecables como “Grace”, “Mojo Pin”, “Last Goodbye”, “Eternal Life” o la fantástica cover del “Hallelujah” de Leonard Cohen. Las letras orbitan alrededor de varios temas, lo romántico y lo divino, pero hay algo más, un flirteo con el más allá, con la muerte, que deja una duda sobre qué es lo que pasa por la cabeza del cantante.
En resumen, un disco indispensable para cualquier melómano, en donde se da ese extraño fenómeno que cada canción que suena resulta ser mejor que la anterior. Se trata de un disco pilar del rock americano de los noventa. Jimmy Page, en 1997, se refirió a este disco diciendo que era el álbum que había estado escuchando durante los últimos 18 meses. Sorprendentemente Francia fue el país donde Jeff Buckley consiguió un mayor éxito y reconocimiento, obteniendo importantes galardones.
Pero no fueron los galardones obtenidos lo que atribuyó prestigio a la figura de este artista californiano sino la marca y el sello que dejó en otros compañeros de profesión. Se han escrito más de sesenta canciones dedicadas a su persona, entre las que destacan “Memphis” de PJ Harvey o “Wave Goodbye” de Chris Cornell. Bandas como Coldplay, Muse, Radiohead o Travis lo señalan como una de sus influencias más relevantes. Cuenta Jimmy Page después de asistir a un show de Buckley, “Nos quedamos pasmados. Alguien le interrumpió desde el público: “dejad de tocar cosas tan profundas”, y Jeff dio la respuesta perfecta: “La música debería ser como hacer el amor, a veces lo deseas suave y tierno, otras veces duro y agresivo”.
Una tarde de primavera de 1997, sumergido en las aguas del río Wolf, Buckley moriría ahogado a los 30 años de edad. Estaba grabando en Memphis el que sería su nuevo disco My Sweetheart the Drunk, que nunca lograría terminar. Su amigo y roadie, Keith Foti, vió como Jeff se metía en el río completamente vestido, de buen humor y cantando el Whole Lotta Love de Led Zeppelin. Cuando se quiso dar cuenta, había desaparecido en las aguas del Mississippi, el alma del blues y con la banda sonora de su adolescencia de fondo.
“You’ve been coolin’, baby, I’ve been droolin’,
All the good times I’ve been misusin’,
Way, way down inside, I’m gonna give you my love,
I’m gonna give you every inch of my love,
Gonna give you my love”
Whole Lotta Love
Brais Iglesias Castro @Bricepinkfloyd
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